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Colección Estudios doctrinales - La santidad. Alejandra Montamat


Alejandra Lovecchio de Montamat, es médica endocrinóloga y docente. Miembro de la Iglesia Evangélica Bautista de Once en Buenos Aires donde participa del ministerio de enseñanza con una clase de Escuela Bíblica Dominical. Casada con Daniel Montamat, madre de Gustavo y Giselle

La santidad.

“Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios”
Hebreos 12:13

“Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir”
1ª Pedro 1:14-15

“Como ya han sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, el provecho que obtienen es la santificación, cuya meta final es la vida eterna”
Romanos 6:22

El origen de la santidad
La santidad es una cualidad del carácter de Dios, Él es santo, separado absolutamente de toda corrupción e impureza y ha estado, desde el inicio de su obra redentora, llamando a hombres y mujeres a formar un pueblo redimido y santo para Su gloria (Lv 20:26). En la Biblia leemos que en el principio Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza. Esto implica que el hombre, como criatura del Señor, fue originalmente formado para manifestar el mismo carácter del Creador y la santidad era una cualidad inherente a su persona; por ella el hombre se encontraba apartado del pecado y podía obedecer la voluntad perfecta y agradable del Señor. Dado su libre albedrío, el hombre decidió no seguir la santidad al desobedecer; desde entonces por su caída, pérdida de vida espiritual y completa depravación, la imagen divina quedó deteriorada siendo sustituida por los estándares del mal que pasó a ser inherente a la vida de todo ser humano (Romanos 3:10-18).

La redención
Como creyentes y conocedores de la Palabra, sabemos que sólo Dios pudo resolver el problema del pecado y rescatar al hombre por medio de la redención en Cristo. Esto es, Jesús hecho hombre y viviendo de acuerdo a la voluntad perfecta del Padre, pudo ser nuestro sustituto en la cruz, pagando por nuestros pecados y saldando así la deuda con la justicia divina. Esa obra vicaria única y suficiente es el regalo de Dios para la humanidad. Todo hombre que pone su confianza en Dios, es rescatado para vivir por siempre en comunión con Él. Cuando el Espíritu Santo convence a cada mente individualmente de la necesidad de salvación y muestra el camino para la misma, entonces inicia la salvación en todo aquel que se arrepiente. En ese mismo instante somos regenerados obteniendo “vida espiritual”, la vida de Dios en nuestro ser.

La santidad posicional y la práctica
Cuando somos salvos se suceden una serie de cambios de nivel espiritual que son puestos en acción por Dios mismo: pasamos a “estar en Cristo” lo que equivale a decir que desde ese momento el Padre celestial nos adopta como sus hijos porque nos ve a través de Jesucristo quien es el justo y nos justifica; por él tenemos acceso a la presencia de Dios. Pasamos a tener una nueva naturaleza, originada en la presencia misma de Dios en nuestra vida por medio de su Espíritu Santo quién a su vez nos sella y nos incorpora a la familia de Dios. Todas estas acciones suceden por única vez y aunque tienen consecuencias eternas no se pueden percibir con los sentidos físicos pero sí gracias a la fe. Es ese mismo acto, Dios nos aparta del mundo de tinieblas trasladándonos a su reino (Col 1:13-14); a esta nueva condición la conocemos como “santidad posicional” ver Col 1:21-22. Nuestra salvación se inició el día que fuimos justificados y todavía se está desarrollando en todos los creyentes del mundo hasta que un día será completada en la gloria celestial (Flp. 1:6). Esta esperanza nos alienta a proseguir hasta la meta final que será compartir en la presencia de Dios la gloria de su majestad en completa santidad; porque allí no habrá más pecado ni muerte ni angustia ni dolor (Ap. 7:16-17). Pero mientras vivamos aquí, se desarrolla un aspecto de la salvación que es de carácter progresivo y por el cual el Espíritu Santo nos transforma de tal manera que podamos manifestar nuevamente la imagen de Dios en nuestras vidas, a este aspecto de la salvación se lo conoce como “santidad práctica” ver 2ª Co 3:18.

Los medios de santificación
Vivir una vida santa no puede significar estar totalmente libres de pecado puesto que esa condición está prometida por Dios en la glorificación. Mientras vivamos en el mundo somos poseedores de dos naturalezas: la carnal (dominada por nuestras pasiones) y la espiritual (derivada de la presencia de Dios en nosotros). Tampoco puede significar hacer por voluntad propia una obra que agrade a Dios, porque ninguna acción humana por más sincera y bienintencionada que sea puede alcanzar el estándar de santidad de Dios, dice la Biblia que nuestras justicias son para Dios como trapos de inmundicia (Is 64:6). ¿Entonces quién produce la santificación en nuestra vida diaria? El Espíritu Santo, pero a condición de sujetarnos a su dirección y control ya que el Espíritu tiene la autoridad y poder para guiarnos de acuerdo a la voluntad de Dios (Ef. 1:19). Los creyentes tenemos la responsabilidad y obligación de mantener vidas santas y para ello debemos considerar la sujeción diaria. Con una nueva naturaleza no tenemos excusas para continuar practicando el pecado ni para vivir sin dar gloria a Dios cada día. La lectura de la Biblia, la vida de oración regular, el congregarnos en una iglesia profesante y la recepción regular de la Cena del Señor son medios escriturales que nos ayudarán a vivir una vida más santa y debemos ser diligentes en esta exhortación.

El conflicto
Seguramente habrá un conflicto interior entre ambas naturalezas, y esa confrontación que se libra en nuestra mente es la prueba de que somos “sensibles” al pecado y que nos incomoda de tal modo que buscamos diariamente el perdón por nuestras debilidades. Pero también debemos ser concientes que, al recibir la salvación, la vieja naturaleza, aunque sigue estando presente, ha perdido su poder (Ro. 6:6-7); en la medida que nuestra fe se afiance y madure, la victoria sobre nuestras debilidades es ganada diariamente por el Espíritu. Si bien la salvación es por causa de la fe, y nada más que la fe; la evidencia de una fe genuina, que es una fe viva, será la manifestación de la santidad en nuestro ser. Eso ha de ser el fruto que hable del tipo de simiente que ha sido sembrada en nuestro corazón, por lo tanto la santificación es una característica que se debe notar en todo creyente (ver Stg 1:22-25).

La santidad de la iglesia
Dios es santo, único, separado, sublime, moralmente puro; es decir que todos sus atributos son en sí mismos santos, porque la santidad es inherente a la persona de Dios. Los creyentes que conformamos el cuerpo de Cristo en el mundo, debemos recordar que hemos sido apartados por Dios para vivir una vida en santidad y para dar testimonio de nuestra fe a los incrédulos. La única posibilidad de vivir la santidad es permaneciendo unidos a Jesús, ser limpiados por Su palabra y llevar Su fruto que es el resultado del dominio del Espíritu en nuestra vida (Jn 15:1-5). La iglesia del Señor no debe aceptar aquellos que profesando ser cristianos viven como paganos, siguiendo las prácticas que no agradan al Señor (ver 1ª Co 5:10-11); al contrario los líderes de nuestras comunidades tienen la especial responsabilidad ante Dios de advertirles, exhortarlos, disciplinarlos y hasta apartarlos en el caso que rechacen cambiar su comportamiento (ver He 13:17). Dios no aceptará nada que no sea santo; y de nuestra vida cristiana, Dios sólo acepta aquello que Él mismo produce por medio de su Espíritu en nosotros. Siendo concientes de la santidad del Señor, no podremos caer en una falsa autoestima, por el contrario, mientras más concientes somos de la presencia del Señor en nuestro ser, diremos con Isaías “¡Hay de mí, hombre muerto porque han visto mis ojos al Rey, al Señor de los ejércitos!” Dice la Palabra que el principio de toda sabiduría consiste en temer a Dios, en ser reverentes a su persona y su obra. No debemos subestimar la santidad divina y tenemos ejemplos bíblicos de advertencia como lo sucedido con Ananías y Safira (Hch 5:1-11); su inmediata muerte ante un acto de provocación al Señor infundió temor en toda la congregación y al resto de la comunidad. Pablo refirió en su primera carta a los corintios una advertencia por tomar la cena del Señor indignamente.

Apártese del mal
En el final de los tiempos, la iglesia profesante en el mundo está compuesta por creyentes auténticos y falsos profesantes. Los primeros deben pasar de ser carnales a espirituales, esto es que deben manifestar la gracia de Dios en sus vidas mostrando un cambio de conducta y de valores tal que asombre incluso a sus más allegados. Estas son las características de las que habla Santiago en su epístola; indicando que una fe genuina se manifiesta en obras espirituales cuando el propio Espíritu Santo domina la vida del creyente. Pero los falsos profesantes, esto es aquellos que se dicen cristianos pero no han recibido en sus vidas la convicción ni la presencia de Dios para salvación, no podrán aunque se esfuercen manifestar frutos espirituales. Es responsabilidad de toda la comunidad advertir el daño que estos profesantes pueden provocar en los creyentes débiles y el escándalo que un mal testimonio producirá en los incrédulos que sean testigos de sus hechos.

Conclusión
Recordamos que todos los creyentes daremos cuenta al Señor de toda obra que hayamos hecho en nuestra vida desde la regeneración y que la evidencia de nuestra salvación será puesta en evidencia por medio de aquellas obras que sólo el Espíritu Santo haya motorizado en nuestras vidas (1ª Co 3:13-15; 2ª Co 5:10).
“No obstante, el sólido fundamento de Dios permanece firme, teniendo este sello: El Señor conoce a los que son suyos, y: Que se aparte de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor. Pero en una casa grande no sólo hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra”. 2ª Timoteo 2: 19-21